sábado, 8 de agosto de 2009

No hay nada como las noches que llego a casa a las cinco de la mañana y no soy capáz de coordinar ni si quiera para pensar en algo con sentido.
Los días en los que el recuerdo casi no me hace daño.

Estaba claro que a esa historia había que ponerle un fin. Quiso alargarla apostando más de dos mil kilómetros, apostando distancias que no existieron, que ahora sabía que no existieron.

Y los vecinos los vieron.
Decían que surgió en una habitación pequeña, casi a las afueras de una ciudad, en noches de un invierno nevado. Decían que se sintieron felices, que la vieron llorar, pero cuando no lloraba reía mucho.
Que jugaban a hablar.
A tener secretos debajo de la lengua.
Los vieron beber cerveza en el balcón cuando el invierno se derritió. Dicen que allí murió, en hojas de cartulina negra a cambio de un poco de arena.

Y aún siguieron existiendo. Siempre habrá vecinos que la vean.
Y hablarán entre ellos.

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