viernes, 4 de septiembre de 2009

Buscaba las noches para apagar las luces, abrir la ventana, sentir el final de verano, y aquellos preliminares quitándose los zapatos y seguramente encendiendo una vela. O dos. Apagando el cigarro. Oliendo a tabaco. Y escuchando el momento en el que se despega muy poco el labio superior del inferior para sonreir, y enseñar una sonrisa de cuchillo y tenedor. Dejándolos a un lado. Porque en realidad se la comia con las manos. Que es como mejor saben las cosas. Pero si que era de las de cuchillo y tenedor.

Entonces empezaban a bailar sobre la cuerda floja, con miradas cómplices, una mano cerca. Rozándole el tímpano con la voz, con esas voces que encajan como piezas de puzzle, que contienen palabras y letras que no se usan. O que se usan mucho. Y se entrelazan. Se deslizan de una ese a otra, de una ese a otra, de una ese a otra, de una ese a otra, y eso le provocaba una felicidad absurdisima tumbada en la cama con las piernas cruzadas y riendo como a los quince. (Solo que a los quince no me haría feliz una ese más que otra de una boca).

Jugando con el equilibrio que se mantiene en la cintura, se habla de la facilidad para hacer peripecias, para reirse de las distancias verticales y hacerle el amor a las horizontales. (Porque el ser humano hace el amor, fríe huevos y algo más que no me acuerdo, que lo he leido esta tarde en rayuela, viniendo en el autobus).

A veces no se tiene miedo a la caida.

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