sábado, 27 de diciembre de 2008

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Si no recuerdo mal, creo que todo sucedió en cinco minutos y treinta y dos segundos. Ella se quemaba los dedos con el cigarro que le estaba sujetando mientras escuchaba algún que otro comentario sobre su sonrisa. Poco después, es posible que descubriera que detrás de aquella sonrisa, había un intento de creación general, en cada movimiento, y que en breves segundos, supiera a ciencia cierta que las muecas llegan a ser tan espontáneas como estudiadas, tan razonadas como vomitadas. Bastaron sólo unos treinta y dos segundos previos, para que se subieran a una ciudad y verla desde arriba, desde donde nunca nadie pudo verla, ni si quiera ellos. Y en sólo un minuto después, entender que pasar frío era lo mejor que le podía pasar en aquel momento. El momento en el que el silencio, se apoderaba de la situación para escuchar lo cómodo y dulce que era. Quizás, el hecho de que ella un día al pintarse la raya del ojo, y trazase una figura dentro de la pupila, no le dejó ver más allá, o sí, pero siempre con la misma forma, y guardaba constantemente una distancia de al menos tres centímetros, o dos, o uno, aunque siempre, en secreto, en esos secretos de colores apagados, olvidara los milímetros, para pensar eternamente en aquel punto azaroso – el lunar- que marcaba justo el lugar donde empieza el juego, para adentrarse, perderse y salir de repente como el genio de la lámpara cuando la frotas, para cumplir tres deseos que nunca llegaron a reclamarse. Es posible que ocurriera todo eso en un intervalo de escasos minutos, tan exiguos como los siguientes, minutos envidiosos de los anteriores, de su tictacteo alegre, perdiendo la fuerza, quizás en un escenario, dejaron de tictactear, para dejar de existir, porque hay segundos así como palabras, que en su ausencia, hacen que las sonrisas perdieran su sentido funcional. Los últimos quince segundos, sirvieron para finalizarlo, de ellos, cinco fueron para pensar cómo, y los diez restantes para grabar sobre hierro sonrisas, quemando los surcos por donde debía entrar la tinta, sonrisas entintadas, pero aún así verdaderas. Pero necesitaba un fin, y sin embargo, este final no es triste. Ella, sentada con su vestido rojo, sabía que este final no era triste, simplemente tenía que acabar. Temblaba.

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