lunes, 3 de noviembre de 2008

Se llega subiendo cincuenta y siete estrechos escalones, (sin contar los de la calle).
La mirilla está arriba, es rectangular, aunque no se ve nada, pero no importa.
Hay cuatro puertas rojas, y una de ellas es de corredera,
que juegan con cuatro pomos cuadrados, negros y grises, pequeños, en la mitad, haciéndole cosquillas en el ombligo cada vez que abres.
Un balcón, sin balcón, al que le gusta mirarme cuando dibujo
– ¿o al contario?-
Una ventana blanca y verde que huele a café, a magdalenas,
a nutella, a tabaco, al anochecer, a escribir, a mi reflejo en el cristal,
a la espera de tu reflejo, aunque últimamente a tardes que se desploman sin sentido con la lluvia…
El suelo mancha mis calcetines de rayas,
sólo una parte pequeña del suelo es de color amarillo.
Los lunares que se duermen y resbalan en la mampara son de plastilina,
de manos manchadas por las ceras.
Edredones rojos y sábanas naranjas debajo del cielo, justo debajo del cielo.
Sólo algunas noches, se puede ver cómo pasan las nubes.
Nubes blancas y grises sobre fondo negro. Aún no tienen color.
Paredes blancas con píxeles, para no olvidar la sonrisa.
Una tele gris, por dentro y por fuera, que mira ausente, por fin, se cambiaron los papeles y ahora es ella quien mira.
Si, empieza a irse el olor a gas.

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